Debo haber tenido unos trece años. Un día, para conjuntar mis afanes distractivos con la contemplación del mar, tomé un tranvía, me bajé cerca del balneario más representativo de mi Veracruz natal, y decidí irme caminando hacia el centro. Como yo, había mucha gente paseando por el boulevard y admirando el paisaje marino.

Después de caminar un corto tramo, casualmente mi vista se dirigió a un hombre que, recargado en el murete de concreto que divide el área peatonal de la zona playera, como tanta otra gente contemplaba el mar. Justo en el momento de mi aproximación el sujeto giró la cara y también se me quedó mirando. Prácticamente estaba yo a un par de pasos de él y entonces el hombre me preguntó por la hora. Consulté mi relojito, respondí a su pregunta, y por un curioso reflejo detuve mi marcha y me recargué también en el muro, a la par del sujeto. Creo que ni me dio las gracias, en vez de ello volvió de nuevo su cara hacia mí y me dijo abruptamente “yo no conocía el mar, es la primera vez que lo veo”. No diría que me sorprendió su afirmación, pero por decirle algo lo único que se me ocurrió fue preguntarle si era turista, de donde venía, alguna perogrullada así. Me contestó que era nativo de algún pueblo en el interior del estado, una pequeña localidad rural cuyo nombre hoy no recuerdo. Seguí recargado en el bordo del boulevard a la par de aquel desconocido, en una tácita aceptación a entablar el eminente diálogo. Por unos instantes ninguno habló, ambos nos quedamos con la vista clavada en la inmensidad del mar.

Por cierto, justo en ese lugar se podía admirar en toda su magnificencia. Justo donde estábamos la perspectiva marina era enorme en su ángulo respecto al paisaje urbano, no digamos al horizonte donde la vista apenas se matizaba con la presencia de la isla de Sacrificios, un lagarto verde (diría Nicolás Guillén) durmiendo en la inmensidad azul. Era, además, un hermoso día, nítido el ambiente, clarísimo el cielo, intensamente azul el agua, ideal la perspectiva. Todo parecía conjuntarse para admirar el mar en toda su grandeza.

Los breves instantes que transcurrieron en silencio los rompió aquel hombre para decir: “el mar es bien bonito, y es enorme, es inmenso”. Yo asentí con un bastante bobo “sí, es enorme, es inmenso como usted dice”. Y entonces el tipo me lanzó una frase sorprendente: “¿tú sabes qué tan enorme es el mar? Después de lo que vemos…. ¿qué más hay, hasta donde llega?”

Comprendí que me encontraba ante un hombre ignorante, pero yo, que tenía la suficiente sensibilidad propia como para no herir la ajena, pensé que no podía responderle que estábamos ante el océano Atlántico, que sus aguas abarcaban medio planeta, que al otro extremo se encontraba otro continente, algo así. Y lo mejor que se me ocurrió decirle fue que sí, que el mar era enorme, tan inmensamente grande que había que navegar sobre sus aguas a bordo de un barco y que pasarían muchos días para llegar a otras tierras.

No sé si mi manera de interpretar la magnitud del mar satisfizo a mi ocasional compañero de diálogo, solamente volvió de nuevo la cara hacia mí, me miró por unos instantes, giro de nuevo su rostro y volvió a clavar su mirada en el horizonte. Según mi recuerdo no pareció inmutarse, como que su éxtasis ante lo que estaba viendo era superior a cualquier manifestación facial de emoción alguna. Las emociones seguramente las tenía tan dentro de sí, que su rostro carecía de la capacidad de expresión. O acaso su aparente inexpresividad decía más que cualquier gesto o cualquier palabra. Esta personal interpretación me vino muchos años después, en ese momento todo aquello me causó desconcierto.

 No hablamos más. Con un “bueno, adiós, tengo que irme a mi casa” me despedí del hombre y lo dejé acompañado de su estupor y su contemplación del mar.

No mentiré afirmando que esa experiencia de mi encuentro ocasional con aquel desconocido dejara una huella que influyera en mi vida. Por lo demás, el desconcierto que me causó el suceso me duró un par de días, pero nunca habría de olvidar esta pequeña historia que, a través de los años, ha regresado a mí esporádicamente.

Supe que el hombre me dio una lección, comprendida también con los años, de la más honesta capacidad de asombro. Y que su estupefacción y sus interrogantes ante una porción de mar, producto de su ignorancia, en el fondo son similares a lo que puede experimentar un sabio en su contemplación del universo.

Jamás en mi vida volví a conocer a otra persona que manifestara tal arrobamiento ante un elemento de la naturaleza. A nadie que asumiera su ignorancia con tal conciencia de ella; que enfrentara lo incomprensible con tanta humildad y dignidad.

Jamás supe de alguien que ante la belleza y magnitud de un espectáculo de la Creación lo percibiera con una actitud más cercana al misticismo.

Pero desde que viví la experiencia que he relatado, veo el mar de otra manera, un tanto con los ojos de aquel hombre que me preguntó: “¿Qué tan grande es el mar?”

Y suele ilusionarme pensar que, en el final de mi vida, acaso se me dé el milagro de desvelar un poco, tan sólo un poco de los misterios del mar, de sus aguas azules y de su horizonte eterno.

J.A.C.

Nota: La fotografía correspónde realmente al mar del puerto de Veracruz, México.

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Respuestas a esta discusión

Un cuento espléndido, lleno de unos matices que rebasan muchas dimensiones, gracias Javier por compartir con nosotros esta pequeña obra maestra.

Honor me hace tu comentario, Ismael. Juro que lo narrado es real y me sucedió tal como lo describí. Lo demás, la trascendencia que a través de los años le he dado, y cómo lo expreso, podrá ser una mezcla de concepción personal y de expresión literaria, pero el suceso original fue real.  

Veracruz debe de ser tan bello como muchas de las playas de Cuba, por ser tan cercanos en su tropicalidad. Al hablar del mar, siempre nos queda mucho por decir, pero tu óptica humana del asunto es muy original. Un abrazo. 

Veracruz en realidad no cuenta con playas bellas. Pero el estado (provincia) tiene la hermosura que da lo tropical. Y la gente es muy abierta, muy alegre, muy parecida a la cubana. Lor ritmos musicales, el beisbol, muchas cosas muy cubanas entraron a México por Veracruz y allí se quedaron pues Veracruz las hizo propias.
Rolando Ambrón Tolmo dijo:

Veracruz debe de ser tan bello como muchas de las playas de Cuba, por ser tan cercanos en su tropicalidad. Al hablar del mar, siempre nos queda mucho por decir, pero tu óptica humana del asunto es muy original. Un abrazo. 

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