Nueva York. Junio de 1966. Truman Capote da pequeños tragos a su té helado en la terraza de su casa en Los Hamptons, donde las familias más pudientes de Nueva York pagan a precio de oro parcelas de tranquilidad y latigazos de brisa marina. Una sonrisa maliciosa asoma por la comisura de los finos labios del escritor mientras da vueltas en su cabeza a una idea. A La Gran Idea.
La editorial Random House acaba de publicar A sangre fría, el libro que sabe le catapultará a los altares de la literatura. Ha sido un parto literario algo tortuoso, tras seis largos años de infinitas notas sobre el brutal asesinato de la familia Clutter, un agotador trabajo de campo en Kansas y una involucración personal con la que no contaba, cóctel que le acaba afectando personalmente. Necesita descansar. Despejar la cabeza. Y Truman Capote tiene una idea sobre cómo puede hacerlo. Es el momento perfecto. Lo nota. Acaba de ingresar una cuantiosa suma de dinero de su suculento contrato con Random House y el libro está recibiendo excelentes críticas. Hasta el mismísimo Norman Mailer, su principal rival, siempre tan mordaz y ácido con sus enemigos, envaina su pluma y se deshace en elogios hacia Capote: «Es el escritor más perfecto de nuestra generación. No cambiaría ni una línea de sus libros».
Siempre viviendo en la pobreza y eterno aspirante a desayunar con diamantes frente al escaparate de Tiffany & Co., por primera vez en su vida Capote nota a qué sabe realmente el éxito, el dinero y el respeto. Ha triunfado. Ha llegado donde dijo que llegaría a esos niños del internado que se metían con él por sus amaneramientos y su voz atiplada. Ha llegado. ¿Quién en es ahora el maricón? Ha llegado, maldita sea. Como ya avisó que haría mientras rellenaba compulsivamente esos cientos de cuadernos y cuadernos con sus escritos tan imperfectamente perfectos.
Y es justo entonces, en la cresta de la ola, cuando La Gran Idea comienza a tomar forma en su cabeza. Es entonces cuando Truman Capote decide que va a celebrar la fiesta más importante del siglo. La madre de todas las fiestas.
La fecha elegida es el 28 de noviembre de 1966. El lugar, el salón de baile del Hotel Plaza, el único rincón que parece adecuado para el exquisito e inconformista gusto de Capote. Además el enclave presenta una importante particularidad estratégica que Capote sabrá manejar con maquiavélica maestría: su espacio reducido. Solo caben quinientas personas. Tendrá que ajustar los invitados.
El rumor de la gran fiesta de Truman Capote comienza a extenderse durante aquel otoño entre las cenas de la alta sociedad de Nueva York de forma incontrolable, como si fuera un brote de una plaga desconocida. Nadie se quiere quedar fuera de la lista. Corre el rumor de que Capote va paseándose por ahí con un cuaderno blanco y negro donde apunta y tacha los nombres de los invitados a su fiesta. Nadie quiere que Capote le haga pasar por la tabla para caer a las aguas del olvido y ser despedazado por los tiburones sociales. Un hombre muy bien posicionado llega incluso a rogar a Capote de rodillas ser invitado ante la amenaza de su mujer de suicidarse si no encuentra en su buzón una de las invitaciones, cómo no, hechas en Tiffany & Co.
Capote hace especial énfasis en el código de vestimenta. Quiere que sea la fiesta más elegante del siglo. Así que, inspirado por la espectacular y elegantísima escena de Ascot en My Fair Lady, en la que predomina el blanco y negro, Capote pretende trasladar esa sensación de uniformidad a su fiesta. Quiere que «todo parezca un cuadro» por lo que establece que todos y cada uno de los invitados acudan de riguroso blanco y negro. Y, oh sorpresa, con máscaras. Capote sostiene que el hecho de que los asistentes vayan con máscaras les dará cierta libertad para bailar y, por qué no, para cortejar a otros invitados. Como en aquellas fiestas venecianas.
Este novedoso e inesperado protocolo pone patas arriba a todas las casas de moda y diseñadores de Nueva York. ¿Blanco y negro? ¿Máscaras? No hay tiempo.
Los sombrereros de la ciudad se vuelven locos trabajando a destajo, día y noche, confeccionando las sofisticadas y personalizadas máscaras de los asistentes. Muchos invitados, además, encargan dos o tres máscaras diferentes de cara a poder decidir entre varias opciones a última hora. Máscaras con diamantes, máscaras con plumas de exóticas aves, máscaras con telas carísimas. Todos quieren ser los más elegantes. Hay, de todas formas, quien escapa de esta espiral. Como el periodista George Plimpton, quien va con una máscara casera hecha a última hora con tal cantidad de pegamento que termina colocado de tanto olerlo.
Gianni Agnelli. Frank Sinatra. Mia Farrow. Andy Warhol. Oscar de la Renta. Norman Mailer. Lauren Bacall. Nelson A. Rockefeller. Marlene Dietrich. Philip Roth. Walter Matthau. Harper Lee. Harry Belafonte. Greta Garbo. Están todos los que son y son todos los que están.
Pero también hay ilustres ausencias. Truman Capote se niega en rotundo a invitar a Audrey Hepburn, a la que nunca quiso como Holly Golightly en Desayuno con diamantes, papel que consagraría a la menuda actriz, ya que siempre quiso a Marilyn Monroe para ese papel. La Ambición Rubia tampoco estará esa noche en el Plaza; había fallecido en 1962.
Otras muchas personalidades se quedan fuera de la lista. Hay quien incluso opta por irse de la ciudad ese fin de semana, incapaz de asumir su fracaso social, inventándose viajes de última hora a Montecarlo o Londres. Lo que sea menos admitir el fracaso. Ninguno de los ausentes de la lista perdonará a Capote este desaire.
Dicen que aquella noche Capote invitó a quinientos amigos y ganó quince mil enemigos.
Y no cuesta imaginarse a Capote como a Gatsby, en esas fiestas salvajes que describía Scott Fitzgerald, rodeado de desconocidos, máscaras, ríos de champán, rostros resplandecientes de sonrisas de porcelana, el murmullo de los invitados en el aire, ese zumbido de colmena que decía Tom Wolfe, mientras él busca en vano algo que no logra alcanzar, tal y como hacía Gatsby con la luz verde en el embarcadero.
Y pienso en Truman Capote al acabar la fiesta, despidiendo a sus invitados, agasajado, venerado como el chamán de una tribu africana, deambulando por el vestíbulo vacío del Plaza, ese hotel majestuoso, recordando aquellas noches en las que sus padres le dejaban abandonado en alguna habitación de cualquier hotelucho de mala muerte de Nueva Orleans y él se moría de soledad y de miedo. Esa soledad y ese miedo que jamás le abandonarán, eternas compañeras en su vida que nadie más verá salvo él, como Russell Crowe en Una mente maravillosa.
He llegado, maldita sea.
El resto de sus días hasta su muerte no fueron sino una eterna resaca de aquella gran fiesta.
De la gran fiesta de Truman Capote.