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EL HOMBRE QUIETO

Javier Aviña Coronado

El hombre llegó a Toluca. Venía de regreso de la Ciudad de México, adonde había viajado para encontrarse con un entrañable amigo. Ambos habían compartido las delicias gastronómicas de un restaurante español y las delicias propias de una charla en que afloraron, como siempre que platicaban, afinidades personales que enriquecían el valor de su amistad.

El hombre se había trasladado, de la ciudad capital a su ciudad de residencia, en un autobús que concluía el viaje dentro del aeropuerto toluqueño. El hombre, sin embargo, solicitó al conductor que lo dejara en una esquina de la avenida de aproximación al aeropuerto. La razón era groseramente simple: El servicio de taxis de la línea de autobuses cobraba por encima de las tarifas normales y, en cambio, por la avenida de acceso al aeropuerto circulaban taxis de los llamados colectivos que cobraban diez veces menos. Decidió abordar uno, no lo dejaría a la puerta de su casa, claro, pero sí a unas pocas cuadras cerca. Además, era relativamente temprano, una tarde-noche en que aún brillaba el sol. Todo se prestaba para el ahorro de una buena “feria” y la práctica de un poco de caminata.

Poco tardó en pasar un “colectivo” que sólo llevaba un pasajero al lado del conductor. El hombre abrió la puerta trasera y se acomodó en el asiento, prácticamente no observó a los sujetos de adelante, en cambio sacó su teléfono celular para escribir un mensaje a su esposa anunciando que ya había llegado. Apenas había concluido el breve mensaje cuando el tipo que iba a la par del chofer, con un ágil como sorpresivo movimiento, “saltó” literalmente del asiento delantero al de atrás, profiriendo una andanada de improperios. “Ahora sí, jijo de la chingada, vas a ver lo que es bueno”, vociferó hacia el hombre, a la vez que con un rápido movimiento lo jalaba del cuello y lo sujetaba contra su muslo. Obviamente no sólo para inmovilizarlo sino para que nadie los viera desde afuera. El hombre quedó quieto, imposibilitado para hacer cualquier movimiento, la presión del brazo derecho del sujeto contra su cabeza era abrumadoramente fuerte y, a la par, el rufián le propinaba una andanada de golpes con el puño izquierdo.

“Viejo jijo de tu chingada madre, no te voy a soltar, así que a ver cómo le haces, pero te vas a sacar de las bolsas todo lo que traigas”. El hombre obedeció y no sin dificultad pero sacó cartera y llaves, que era lo único que ocupaba las bolsas de su pantalón. El rufián se quedó obviamente con la cartera y su contenido (dinero y tarjetas varias) y tuvo el “generoso” gesto de devolverle las llaves. Le sacó de la bolsa de la camisa lo único que portaba, un bolígrafo “Vic” de a dos pesos. Se lo quedó como si fuera una Mont-Blanc. Luego, se las arregló para abrir la mochila que el hombre portaba y revisó el contenido: unas hojas de papel con textos de índole literaria que el hombre había llevado al encuentro con su amigo. Y, además, una “memoria usb” que su amigo, más moderno que él, le había grabado en calidad de obsequio, con similar contenido literario. Dejó los papeles, se quedó con la usb.

“Y ahora, cabrón jijo de la chingada, si no quieres que te clave la faca me vas a decir la clave de esta tarjeta bancaria que he encontrado en tu pinche cartera… Y cuidado con mentirme, cabrón jijoeputa porque hasta aquí llegaste… Mira cabroncito de mierda, vamos a ir a un cajero que yo me sé de por aquí, vamos a salir juntos y vamos a sacar la “lana”… Y si hay gente y te quieres pasar de listo, cabrón jijo de la chingada, me vale madres, ahí mismo te clavo la faca… Por lo pronto te vas a estar bien quieto, muy quietecito, cabrón”

“Oye tú –dirigiéndose al que manejaba- ¿y si de una vez me picoteo a este pendejo jijo de la chingada?” Dijo, y estalló en carcajadas.

Por la mente del hombre quieto pasaron mil pensamientos. Es un decir, acaso tres o cuatro en realidad. Pensó, desde luego, que ese era el último día de su vida. Que por cualquier mínimo motivo que descontrolara al rufián, este lo mataría. Curiosamente vino a su memoria aquella historia, (¿real?, ¿leyenda?) del sicópata asesino que en la Ciudad de México, por las noches, interceptaba a algún transeúnte solitario y le preguntaba qué hora era, al recibir la respuesta el asaltante sacaba un cuchillo y se lo enterraba a su víctima, a la par que decía: “feliz del hombre que sabe la hora en que se va a morir”.

El hombre quieto se preguntaba qué hora sería. Como un relámpago cruzó por su mente que él no sabría la hora de su muerte. Sí la fecha. Y la de ese día era la del último de su vida. Así lo pensó. Así lo asimiló. Curiosamente, en ningún momento pensó en Dios, por tanto no pidió favores, ni clemencia, ni perdones. Tampoco echó la mirada hacia el pasado, no hubo tampoco ni un instante para recuerdos, goces, ni arrepentimientos. Tampoco, ni por una fracción de segundo, regresó a su niñez, como dicen que regresa uno al principio cuando se está al borde del final. Y otro relámpago de tiempo y de memoria le trajo la imagen de su esposa y de sus hijos.

Fue cosa de unos instantes en su mente. También pensó en que lo mejor era no pensar.

Presionada violentamente su cabeza contra la pierna del rufián, cerró los ojos. Era como un dejarse llevar. Era como dormir, como aletargarse en una especie de sueño, como aplicarse una anestesia previa a una cirugía, como una pre-muerte que, insólitamente, le dio una sensación de serenidad. Que el maldito rufián terminara con su vida no le importó. Mucho tiempo después habría de sorprenderse de cómo es posible prepararse y esperar tranquilo la muerte en sólo unos segundos.

Aquellas ráfagas mentales que cruzaron por su cerebro, aquella ausencia de emociones, fueron sacudidas por las vociferaciones del troglodita que lo tenía sometido:

“Entonces qué, jijo de la chingada, entonces que pinche onda con tu puta clave de la tarjeta. Y te lo advierto, cabrón de mierda, que no se te ocurra mentirme. Órale cabrón, ¿Cuál es el número?”
El hombre se lo dijo. Ni por un momento pensó que podría engañar al rufián y salir vivo.
“Repíteme la clave, cabrón. Dime otra vez el número”.

El hombre volvió a decirlo.
“Otra vez, jijo de la chingada”
El hombre lo dijo una vez más.
“Despacito, jijoeputa, número por número, cabrón”
El hombre volvió a decir la cantidad, despacio, número por número.
“Así me gusta, jijo de la chingada. Nomás no te vayas a querer pasar de listo, porque….”

El silencio se hizo por cierto tiempo, impreciso, intemporal para el hombre.
De pronto el conductor bajó un poco la velocidad del vehículo. En un segundo el rufián quitó la presión de su brazo contra la cabeza del hombre e hizo que este se levantara. En otro segundo lo empujó hacia la portezuela, luego lo volvió a empujar, esta vez arrojándolo hacia el exterior. El hombre quedó tirado en la orilla de la carretera, junto a un páramo desierto.

El hombre se levantó, no sin dificultad. Lentamente, pensando que podría estar muy lastimado, pese a no sentir ningún dolor de importancia. Luego se dio cuenta de que no había sufrido lesión alguna.

Podía caminar muy bien. Lo hizo, bordeando esa especie de carretera de terracería. A lo lejos vio una calle y una pareja en la esquina. Llegó hasta ellos, contó que lo habían asaltado, que quería saber dónde estaba. Se lo dijeron, pero ése lugar lo escuchaba por primera vez. Les dijo la zona donde él vivía y aquellas personas le dieron algunos indicios de cómo llegar ahí.
Emprendió el camino. Pensó que, con suerte, encontraría un taxi y le pediría llevarlo a su casa, llegando a ella le pagaría su esposa. No hubo tal suerte. No encontró taxi ninguno y así, preguntando y preguntando, caminó unos seis kilómetros hasta llegar a su hogar.

***
Por bastante tiempo posterior al día del suceso, su recuerdo, con todos sus detalles, permaneció en la memoria del hombre. Día a día, aún varias veces al día, venía inexorablemente hasta él. El tiempo también lo fue esfumando. Esfumando nadamás, que no olvidando.

Hoy, cuando han pasado tan sólo un par de años, de vez en cuando el recuerdo se le aparece como un fantasma. Y el hombre piensa cosas y hay las que entiende y las que no. Acaso “aquello” algo le enseñó. O le cambió. Tal vez aprendió a no tener apego a la vida y no entiende cómo interpretarlo. Tampoco entiende cómo es posible aceptar la inminencia de la muerte y sentirse sin mayores emociones.

Y a veces, por insólito que parezca, rememora los momentos en que estuvo vejado, indefenso, sin posibilidad siquiera de hacer movimiento alguno.

De cuando fue El Hombre Quieto.

 

 

NADA QUE VER...

con la película El Hombre Quieto, (The Quiet Man) producida en 1952 por Republic Pictures, dirigida por John Ford y estelarizada por John Wayne y Maureen O´Hara, con actores secundarios de la talla de Barry Fitzgerald y Victor McLaglen.

En México el título fue literalmente fiel al original en inglés, conociéndose justamente como El Hombre Quieto, aunque en otros países, como España, se tradujo como El Hombre Tranquilo.
El guion fue del propio Ford y Frank S. Nugent, con música de Victor Young.

Cabe destacar la fotografía de Winton C. Hoch & Archie Stout ya que se llevó el Oscar correspondiente por fotografía a color. Y John Ford se alzó también con el Oscar, naturalmente, como mejor Director.

Del blog filmaffinity transcribo la sinopsis de esta gran película:

Sean Thornton (John Wayne), un boxeador norteamericano, regresa a su Irlanda natal para recuperar su granja y olvidar su pasado. Nada más llegar se enamora de Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara), una chica muy temperamental, aunque para conseguirla deberá luchar contra las costumbres locales, como el pago de la dote, y, además, contra la oposición del hermano de su prometida (Victor McLaglen).

Y del diario El País, la crítica que publicó:

"Desde la primera secuencia de esta película memorable, John Ford logra que el espectador respire el aire irlandés. (...) Son mimbres sencillos los que maneja Ford, pero los teje con inusitada ternura, y también con un sentido del humor que empapa el relato y logra secuencias inolvidables. (...) "El hombre tranquilo" es una obra plácida, serena, íntima, pero de hondura inabarcable."
Miguel Ángel Palomo: Diario El País

 

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Respuestas a esta discusión

Gracias, amigos.

Amigo Pastor, te comento: El hecho relatado fue real y, desgraciadamente, "el hombre" fui yo. Hubo un tiempo en que viajaba de Toluca a Ciudad de México a reunirme con un amigo y "compartir afinidades y buena comida española". Como relato presuntamente interesante así lo escribí, como "efectos colaterales" tú mismo lo supones, llamar al banco,  cancelar teléfono celular, reponer documentos, etc. Y una sensación de rabia, de impotencia, que se te queda por mucho tiempo.

El manejo de "Nada que ver" con una película corresponde a una idea del amigo que menciono. A él se le ocurruió una idea narrativa que llama El Cine y La Vida. Escoge el título de una película, ese título lo usa parea un cuento o relato, y luego escribe una segunda parte que inicia con la frase "Nada que ver con..." y ahí hace la ficha de la película cuyo título escogió. El relato que escribí lo hice en honor de su idea y fue el obsequio que recién le hice en ocasión de que cumplió 75 años. 

El relato muy bien, la experiencia terrible.

C. I. :

Mil gracias por el comentario. Lamentablemente, así están las cosas en México.

saludos.

buen texto Javier. mi recomendación es que lo alejes de tu vivencia. que dejes fluir el pulso desde una distancia. Eso no te paso a ti. Le pasó a otro, y ahora tu lo cuentas. un abrazo


Estimado Oscar: Gracias por la visita y el comentario. Esta vez no es una "anécdota personal inventada", sino una real experiencia personal. Agradecido también por tu sana recomendación de que esa experiencia la aleje y la transforme en un hecho acaecido a otro y que el texto pase de relato personal a ficción. Te juro que no posible, me viene a la memoria, inevitablemente, de vez en cuando (sucedió hace un par de años). Tampoco es tan tremendo, pero algo en mí, que no puedo explicar, cambió de algún modo.  
Oscar Martínez Molina dijo:

saludos.

buen texto Javier. mi recomendación es que lo alejes de tu vivencia. que dejes fluir el pulso desde una distancia. Eso no te paso a ti. Le pasó a otro, y ahora tu lo cuentas. un abrazo

Lo acabo de leer de nuevo y de nuevo me vuelve a erizar, es el sentimiento de indefensión, la humillación ante un criminal pendejo, pero esto que es cotidiano en muchisimos países y que muchas veces termina en tragedia, nadie habla, nadie protesta. Gracias Javier por traérnoslo.

Me ha impresionado, terrible y grande. Nunca lo había tan cercanod todo ese horror.

Gracias por tu visita y comentario. Como le contesto a Ismael Lorenzo, mi caso fue un "pan de dulce" al lado de tantas y tantas cosas que se viven a diario. 

Jenny Arauz dijo:

Me ha impresionado, terrible y grande. Nunca lo había tan cercanod todo ese horror.

En algún modo si se habla, se protesta sin efectos. Lo mío fue un "pan de dulce" en comparación a tantos y tantos hechos que se viven a diario y que seguramente conoces. ¡Acaso se ha logrado algo en lo de "las muertas de Juárez?

Ismael Lorenzo dijo:

Lo acabo de leer de nuevo y de nuevo me vuelve a erizar, es el sentimiento de indefensión, la humillación ante un criminal pendejo, pero esto que es cotidiano en muchisimos países y que muchas veces termina en tragedia, nadie habla, nadie protesta. Gracias Javier por traérnoslo.

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