Hacer el amor

Leticia Herrera

Hacer el amor significa poner las cartas sobre la mesa. El mazo es nuevo siempre, aunque los contrincantes se repitan hasta la saciedad, aunque sustancialmente no difiera una mujer de otra ni un varón de otro, aunque las posiciones sean las mismas, aunque la ejecución se realice a partir de una compraventa o de un desliz de los sentidos.

Porque hacer el amor significa en principio desnudarse. Si bien es cierto que hubo una época en que se valía “hacerlo” por un agujerito, entre los hierros de la armadura, o a despecho del cinturón de castidad, ahora debemos agradecer que tal acto signifique la ventilación absoluta de nuestra anatomía.

Aparte de la significación literal del acto de quitarse las ropas, va implícita en ello una actitud de despojo, de abandono, de liberación. Cuando nos plantamos desnudos frente al otro cuerpo que también se nos muestra, no es sólo la desnudez física la que asumimos, sino un cierto despojo del disfraz que nos ubica socialmente acá o acullá.

Ahí comienza, pues, el verdadero deleite, o el verdadero tormento de los amantes. Pudor, vergüenza, sonrojos, deleite, desdoblamiento, soberana lubricidad. El cuerpo creciendo, disparándose infinitamente, exhalando sus humores; el cuerpo doblándose, replegándose sobre sí, huyendo hacia su vacío interior. Y detrás el mismo acto elemental: mostrar un cuerpo demasiado gordo, demasiado delgado, demasiado estético, blanco o moreno, largo, corto, pero esencialmente libre de pecado, esencialmente humano, necesariamente hermoso en su plena desnudez.

El reconocimiento, a través del tacto, del olfato, de la vista, del gusto, del oíod, del sujeto que tenemos enfrente, no tiene otro punto de partida que la contemplación avara y golosa, de la desnudez que se nos ofrece. Yo te conozco, tú me conoces, nosotros hacemos el amor.

Cuando somos ciegos, sordos, mudos a las señales del cuerpo, el deseo es un cerillo que se consume antes de que podamos encender la vela del placer absoluto. Es una mariposa que muere fracturada entre nuestros dedos torpes, una luciérnaga que se niega a iluminar la estancia de nuestra pretendida empresa amorosa. Entonces el amor se convierte en un vaivén de sonámbulos, en un ajetreo similar al exacto mecanismo de una máquina de podar césped, en un balanceo entre dos costales de papas, atrayéndose y rechazándose, que culmina con la caída de una llovizna triste, anónima, monótona y silenciosa.

Por eso hacer el amor implica entrar con los sentidos alertas: miro, huelo, toco, paladeo, escucho el rumor de esa otra piel; hago mío otro ser, lo meto en mí, aprendo y aprehendo en él y de él lo que otorga; crezco, me abro, ofrezco, me doy: amo. Entonces el deseo es un candil cuya flama regulamos a voluntad, un espacio donde habitan las fieras más terribles y las más nobles, el punto rojo que nos conecta y nos desconecta de esa cuadrícula que llamamos realidad.

El espacio que comparten dos que juegan a amarse, es terreno neutral, la tierra de nadie, donde se juega en cada partida lo esencial: el ser. El acto amoroso, entre otros, nos ubica en la disyuntiva del ser o no ser. Los arrebatos fingidos, las reticencias en la entrega, sólo pueden dar cuenta de una existencia mediocre, de una pobreza de espíritu incanjeable en la ventanilla del afecto.

En ese sentido, el acto amoroso representa siempre un enfrentamiento con nosotros mismos; una puesta en la balanza de lo que somos capaces de dar y, en consecuencia, de lo que somos capaces de recibir. La empresa anticapitalista por excelencia en la que, mientras más damos, mientras más repartimos, más nos enriquecemos.

Y así como no podemos aspirar nunca a beber dos veces en el mismo río, así, por fortuna, en el acto amoroso las experiencias son siempre diferentes. El camino sobre un cuerpo es irrepetible, su lectura será siempre novedosa, sus códigos inexpugnables en cada ocasión. Afortunadamente, porque significa la posibilidad de los descubrimientos incontables, del crecimiento imparable, del desarrollo indefinido. En cada experiencia tenemos la posibilidad de encontrarnos, vírgenes y asombrados, buscando recrear el acto milenario del amor. En cada experiencia nuestro cuerpo se renueva, nuestra sensibilidad crece, nuestro espíritu se expande.

¡Que vuelen pues, al viento las ropas del falso pudor y se regocijen bajo el manto de las estaciones nuestros cuerpos!

(Aquí Vamos 133, periódico El Porvenir, 18 de noviembre de 1984)