El notario                                                        Martha Estela Torres Torres                          

Cuando lo vi por primera vez pensé que era una aparición milagrosa. Entré a su despacho y estaba sentado ante el escritorio con el porte señorial de un caballero de Medio Oriente. ¡Era guapísimo! Me quede en la puerta sin poder saludar siquiera. No podía creer que ese hombre tan apuesto fuera el notario de mis vecinos. Educadísimo saludó sin esperar a que yo recuperara el aliento ni  pudiera emitir palabra alguna. Diligente se puso a revisar mis documentos para escriturar la casa de mis padres que como autónoma le entregué.

Les juro que en toda mi vida no había conocido a un hombre tan especial. Estaba impecable e iluminado por un aura misteriosa; no podía dejar de verlo. La sorpresa fue mayúscula cuando me miró fijamente a los ojos y me sonrió leve, sutil, profundamente cautivador.

El milagro se evaporó cuando llegó la esposa, una abogada displicente de gran autonomía, apoderada a todas luces de su potestad varonil, pero como ya lo había visto sonreírme, deduje sin mayor razonamiento, que conocerlo era vaticinio de buena suerte.

A partir de ahí, mi vida cambió, ya no esperé al cruel de Fausto que me dejó sin dar explicaciones, así que me dediqué a formular nuevas expectativas en mi vida, pensando si algún día podría conseguir a un hombre como al notario aunque no fuera profesionista; podría ser comerciante, artesano o locutor pero con ojos glaucos.

Y me dedique a estudiar, a cultivarme como un lirio, como una ilustre Sor Juana refugiada en la lectura, y cuando regresó Fausto se sorprendió al verme, yo ya era otra, hablaba, me movía y pensaba distinto. Le entregué sus cosas al tal por cual, le devolví también sus falsas promesas y me dedique a soñar.

Aguardé pacientemente a que la diosa fortuna fuera benevolente conmigo y me concediera antes de morir un hombre gentil, inteligente y de buen corazón. Pero ¿dónde están? Me pregunto a menudo ¿en qué jardines crecen? ¿En qué consorcios trabajan? ¿En qué planetas habitan?

Así viví con la esperanza, esperando sin desfallecer, el momento culmen en que llegara mi caballero del desierto o del océano índico. Añorando el instante supremo del encuentro tal vez en un supermercado, en la iglesia, en la playa o en la biblioteca…

 Desde aquel día me la pasé observando detenidamente jardines, calles y plazas para encontrar a alguien como el notario, pero los hombres parecidos a él nunca están solos, andan con la novia o la esposa, así que repito para consolarme.  “¡Aún no es la hora! ¡Aún no llega el elegido!”

Transcurrieron los años en lenta espera y sin desesperar, pero ahora un gran dolor me agobia al enterarme de la muerte prematura del notario.   

No puedo creer que haya muerto, él de esa clase de hombres nobles, ¿por qué fregados no se mueren los malos, los que dañan, mutilan la vida y la naturaleza?

¿Pero él? Él que iluminaba siempre nuestro entorno, que hacía aspirar a lo divino, a la belleza, al progreso y nos impulsaba a soñar con príncipes encantados e imposibles… No puede morirse. ¡Claro que no!

No tiene derecho a morirse así, inesperadamente y sin avisar. No tiene licencia de perecer en un día cualquiera como si la vida valiera menos en martes o jueves.

No, no se puede morir, me resisto a creerlo, porque iluminaba nuestras vidas con su sonrisa y gentileza; en cambio Rosendo, Sánchez y Fausto afectan a las personas con malos tratos y al medio ambiente con malas acciones, con su vida incorregible, idólatra y desleal.

Ahora estoy consternada e inconsolable, temblando de frustración, al saber que ha muerto para siempre mi amado notario que ahora descansará seguramente en los brazos amorosos de Dios.

El tiempo que me quede será para recordar su paciencia y sus ojos serenos. ¡Descanse en paz, nuestro insigne caballero que vivirá siempre en nuestra memoria y en el altar de nuestro corazón.

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