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La abuela Lucía había llegado al pueblo con el circo Razore, como la trapecista estrella, en los días en que nacía un nuevo siglo. Para ese entonces, Santa Rosa contaba con el parque principal, una iglesia, la escuela y siete manzanas con ciento setenta y cinco casas, ochocientos noventa y tres habitantes, trescientas veinticinco vacas, doscientos treinta y dos caballos, ciento trece perros y cuarenta y cinco gatos, además de gallinas, patos y otras minorías.
A sus diez y siete años era la mujer más hermosa que hubiese puesto los pies en el pueblo. En su traje dorado, lleno de lentejuelas, mientras su escultural cuerpo giraba en las alturas, despertaba las pasiones de todos los mozalbetes que caminaban con los ojos cerrados, soñando que ella se convertiría en la mujer de sus sueños. Más de uno juró seguir el circo en sus correrías por el mundo, por el solo gusto de disfrutar de la indeleble felicidad de verla cada noche desafiando la muerte con sus riesgosas maromas en el aire y una sonrisa angelical en su rostro.
Pero el circo estaba marcado por la tragedia en ese pueblo; primero un elefante, al hacer una de sus piruetas intentando levantar las patas delanteras para saludar el público, perdió el equilibrio, se fue de espalda y cayó encima de Jerónimo, su domador, aplastándolo. En medio de la consternación que este hecho causó en el público, debe agregarse la dificultad de removerlo, ya que quedó adherido a la pista del circo como una estampilla y se necesitaron varias personas con palas para levantar cuidadosamente su cuerpo, que había quedado del espesor de una cáscara de banano. Lo colocaron en una sábana que alguien trajo y lo enrollaron como una alfombra para que fuera más fácil meterlo a un ataúd.
Luego, dos semanas más tarde, durante la noche, sin saber de donde porque la noche estaba estrellada, cayó un rayo en el circo y se produjo un incendio de proporciones jamás vistas que lo redujo a cenizas. Sólo se salvaron Lucía y los dos encargados de los animales. Entre ellos lograron mover sus jaulas a un sitio seguro.
Algunos ancianos dicen que fue un designio de Dios para que la abuela se quedara viviendo en el pueblo y lo hiciera prosperar.
Al día siguiente, después de rescatar las pocas pertenencias, entre ellas el cofre con los reales de las entradas, dinero que Lucía distribuyó equitativamente entre los tres sobrevivientes, ella se dedicó a hablar con los animales para tranquilizarlos, era un arte que había aprendido de Jerónimo el domador, durante los quince años que éste había desempeñado el papel de padre y madre para ella después de la muerte de sus verdaderos padres en un accidente de trapecio en tierras lejanas.
Lucía informó a sus dos amigos, que tenía suficiente de circos y se quedaría en este pueblo para siempre. Ambos decidieron quedarse con ella y ser sus ayudantes y servidores por el resto de sus vidas. Eran hermanos y sus nombres eran Segundo y Tercero. Le contaron a la abuela Lucía que el primogénito de la familia que se llamaba Primero, había sido el primero de la familia en morir.
Se instalaron en una casa que alquilaron en las afueras del pueblo, la dotaron con lo mejores muebles que consiguieron en su limitado comercio y, después de crear un fondo común con el dinero, se dieron cuenta que podrían vivir sin problemas por dos o tres años.
Preocupada por el bienestar de los animales, Lucía habló con el alcalde y obtuvo, a perpetuidad, los terrenos selváticos que se encontraban hacia el sur del pueblo. Compró cercas de alambre y con sus dos ayudantes trabajaron día y noche hasta que terminaron un refugio ideal para que vivieran en paz y armonía.
La noticia de este refugio se corrió de voz en voz entre los animales y, en el término de dos meses, ocurrió algo que rebasó los límites de la fantasía. Como esas cosas que solo ocurren en los cuentos; tigres, leones, panteras, lobos, micos, rinocerontes, hipopótamos y gorilas empezaron a llegar y el refugio se convirtió en un zoológico tan grande como no se había visto desde los tiempos del arca de Noé. Más aún, llegó a ser tal la intimidad y el amor que se profesaban entre ellos, que al poco tiempo empezaron a nacer nuevas especies, que llenaron de asombro a los científicos más reputados del mundo y declararon a la abuela Lucía benefactora universal de todas las especies nimales.
Sin que nadie se lo enseñara, aprendió las martingalas de los negocios e instaló en la puerta del zoológico dos taquillas disfrazadas de cabezas de hipopótamos, y muy pronto miles y miles de turistas provenientes de todo el país y del exterior empezaron a visitar el pueblo, trayendo con ello la prosperidad para la abuela Lucía, Segundo y Tercero, prosperidad que se extendió naturalmente a todos sus habitantes, que empezaron a instalar restaurantes, hoteles y sitios de recreación para satisfacer la demanda. De sus propios fondos, la abuela hizo pavimentar la carretera, instalar la luz eléctrica y construyó un hospital en el cual se atendía sin costo alguno a sus habitantes y turistas.
Al cabo de dos años había comprado la mitad del pueblo, construido modernas urbanizaciones y hoteles y Santa Rosa se convirtió en una ciudad cosmopolita de la cual se hablaba en todo el mundo por la fama de su zoológico, donde los turistas se paseaban por entre las fieras sin temor alguno, ya que la abuela Lucía, con su don de hablarles en un idioma que no necesitaba de las vocales, las había convencido que la carne humana, no solo sabía maluco, sino que era mala para la salud.
Dicen que un turista gringo, de apellido Disney, fascinado por el zoológico, le ofreció millones de dólares para llevárselo a Estados Unidos, a lo cual la abuela se negó rotundamente. Trastornado por la negativa regresó a su tierra y sin poder dejar de pensar en las maravillas que había visto, varias décadas después hizo algo similar, pero ante el fracaso de no poder tener animales que convivieran con los seres humanos, construyó un zoológico y parques de diversión de cartón, fibra de vidrio y plástico.
Un día llegó al pueblo un hombre hermoso de mirada lánguida y romántica con cabello aleonado. Su nombre era Nicanor Buenaventura. Cuando recorría el zoológico conoció a Lucía y, sin necesidad de palabras se dieron cuenta que ese momento, era el inicio de un amor que duraría cincuenta años, siete meses y catorce días. Se casaron discretamente en ceremonia privada. Fue una pareja con el don divino de adorarse mutuamente y mientras ella seguía su rutina de convertir en oro todo lo que tocaba, él trataba de gastar la fortuna en caprichos y extravagancias de nuevo rico.
El abuelo Nicanor construyó una mansión en una colina que dominaba el pueblo, de veinticinco habitaciones con baños privados cada una de ellas y cuatro pabellones que llenó de porcelanas Capo di Monte, imitaciones de obras de arte y cuanto abalorio raro se encontraba en sus correrías.
Tuvieron tres hijos en rápida sucesión; el tío Vinicio, la tía Eunice y Custodio, mi padre. Fueron educados en los mejores colegios y luego se vincularon a los negocios acrecentando la fortuna de la familia.
Cuando yo nací, en el año treinta y ocho, lo hice en cuna dorada. Para ese entonces el abuelo Nicanor tenía una flota de siete carros de diferentes colores, uno para cada día de la semana. Vestido de lino blanco y sombrero panameño, daba vueltas por la ciudad, levantando por las calles a las mozas extraviadas en estado de merecer que se encontraba. Lo hacía, no porque no quisiera a la abuela, sino por el placer inmenso de extender la riqueza de la familia a todos los rincones del pueblo. A cada una le asignaba una partida mensual tan pronto le informaban que estaban embarazadas. Así engendró treinta y tres hijos bastardos que años más tarde iba a reconocer ante notario público, otorgándoles los mismos derechos que a sus hijos legítimos.
En el año cuarenta y ocho, después del asesinato del gran caudillo, estalló la violencia política. Facinerosos en traje de campaña atacaron el pueblo, comandados por un joven campesino analfabeta, con fama legendaria de poner la bala donde ponía el ojo. Cartas amenazantes llegaron a la mansión exigiendo pagos mensuales para evitar pasos más drásticos como el secuestro o el asesinato. La familia Buenaventura, por primera vez tuvo que armarse y contratar un ejército de guardaespaldas para que los protegiera.
En la noche del 15 de marzo de 1952, los habitantes del pueblo escucharon el martillar de ametralladoras y artillería pesada en los alrededores. Los pocos que se atrevieron a asomarse a las ventanas, contemplaban con pavor los fogonazos, que como rayos y centellas iluminaban la oscuridad. Luego se hizo el silencio y al amanecer, ante la consternación y horror de los pobladores y turistas, encontraron muertos a todos los animales del zoológico.
Esta masacre injustificada señaló el principio del fin de la familia Buenaventura. La Abuela Lucía completamente devastada por la tragedia, perdió el interés de vivir y entró en estado de inconciencia, muriendo el 21 de marzo a las diez y cuarto de la mañana, día y hora exacta en la que había llegado a este mundo sesenta y nueve años antes.
La familia entera estuvo presente en ese momento solemne en que expiró y cerró sus ojos para siempre en estado de santidad. Un vaho azuloso salió de su cuerpo, atravesó los vidrios de la ventana y se elevó pasando por entre las nubes para desaparecer en la distancia con rumbo al cielo.
—De verdad que era una santa, -dijo mi tía Eunice. Siempre la recordaremos con amor y veneración porque ella fue la que creó nuestro imperio, que empieza a desvanecerse ahora.
Todos los habitantes del pueblo asistieron al entierro de la abuela Lucía. El arzobispo Gómez Perdomo, vino desde la capital para decir la misa y luego encabezar el desfile funerario hasta el cementerio. Por muchos años se recordaría la solemnidad y elegancia que revistió el entierro. Los discursos del alcalde, los caciques políticos y la sentida elegía de Mario Salazar, el poeta del pueblo.
En el momento de bajar el ataúd en la fosa, una de las cuerdas se reventó y éste empezó a resbalar hasta que cayó en el fondo estruendosamente.
—¡Brutos! -gritó mi tío Vinicio -¡Cómo se les ocurre, la mataron! y desenfundando su revólver apuntó a los auxiliares encargados de bajarlo. Afortunadamente el arzobispo y el alcalde impidieron una tragedia que empañara los funerales de una santa como mi abuela, conteniendo a mi tío y llevándolo aparte para que se calmara del ataque de rabia de ver a su madre maltratada.
Dos años después, murió el abuelo Nicanor. Lo hizo en su ley y en cama alquilada. En un hotel de mala muerte, sufrió un fulminante ataque cardíaco cuando estaba encima de una chica escuálida con patas de rana que tenía catorce años. El tenía setenta y cuatro.
Después de los funerales del abuelo, el tiempo empezó a correr al revés en el pueblo, hacia el pasado. Santa Rosa entró en un proceso de decadencia irreversible y poco a poco regresó al estado en que estaba a principios del siglo, convirtiéndose en un puntito insignificante en los mapas del país. Una serie de juicios y querellas entre hermanos y medios hermanos terminó con la poca fortuna que quedaba y las pertenencias de los Buenaventura. Nuestra familia y los habitantes abandonaron el pueblo, hasta que éste quedó reducido a su mínima expresión.
* * * * *
Han pasado veinticinco años y he regresado al pueblo. Al aproximarme, di una vuelta por lo que fue el zoológico. La selva de mi niñez ha desaparecido convertida ahora en un desierto. Solo esqueletos de árboles con ramas retorcidas y sin hojas se sacuden por el viento mientras en el suelo arenoso, huesos blanquecinos entran en estado de fosilización.
Desde una ventana de la que fue la mansión de la familia Buenaventura, contemplo el pueblo. El viento, el sol y las lluvias lo decoloraron y poco a poco la maleza y las enredaderas fueron cubriéndolo hasta ser confundido por arqueólogos despistados como ruinas indias dignas de ser rescatadas para la posteridad. Remolinos de viento caliente levantan un polvo rojizo que cubre todo. Desde la colina alcanzo a ver a dos ancianos centenarios que cabizbajos y arrastrando los pies, cruzan el parque como si fuesen fantasmas. Son los únicos habitantes del pueblo. Se llaman Segundo y Tercero.
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