Los niños nunca han sido tampoco tan inocentes

Por Jesús Chávez Marín

En la Edad Media los niños no tenían importancia para la sociedad, nadie les daba un carácter de personas sino que andaban por las chozas, los campos, los castillos como las cabras, los perros y las gallinas, sin que sus padres ni sus abuelos les hicieran mucho caso.

Fue en el siglo XX cuando los niños tuvieron una atención que, al menos en las intenciones y en las teorías, era todo lo contrario, con mucha psicología experimental y cuidados intensivos para su psique en formación.

Poco les duró el gusto, porque muy pronto las madres de esos niños tan chiples por el sentido pretoriano de las permanentes reformas educativas de cero represión y libertad obligatoria, se integraron en masa a la planta productiva de cada vez más y más países y adiós familia tradicional.

El cuento de que el cuidado de los niños en adelante sería compartido por la pareja de padres, fue toda una mentira social atizada de buenas y falsas intenciones. Lo que se inició fue la industria de las guarderías y la crianza esforzada de las abuelas que quisieron entrarle a la imposible tarea de salvaguardar un sistema social que iniciaba su desmoronamiento.

Las estrategias financieras y de psicología industrial de los grandes magnates consiguieron que en adelante en cada hogar fueran indispensables dos salarios en lugar de uno. Por un lado creando mercancías y necesidades nuevas y por el otro disminuyendo constantemente el precio real del trabajo. De esta manera, en muchos hogares del mundo, los niños se quedaron sin su mamá la mayor parte del tiempo.

Como la propaganda todo lo inconveniente quiere vestirlo de colores con palabras, se inventó para el nuevo desamparo social de los niños la expresión “tiempo de calidad”. Okey, hijos, ya me divorcié de su madre pero los fines de semana vendré por ustedes para llevarlos a comer y darles tiempo de calidad. Bueno, mis niños, mamá va a trabajar algunas horas extras en la planta para ganar más y darles muchas cosas, pero en cuanto regrese a las once de la noche los despierto para darles cena y tiempo de calidad.

Pero resulta que luego de las jornadas intensas de trabajo, de luchar para cumplir con los estándares cada vez más rigurosos de las empresas globales, ni a las mujeres ni a los hombres les quedan muchas ganas de correr a casa para ver cómo andan los hijos. Saltan las oportunidades de irse a tomar una copa, de reunirse con los amigos, las amigas y unas cervezas, de ir a bailar los fines de semana. A veces nacen romances nuevos, algunos al filo de la infidelidad. Agréguense las presiones de la economía doméstica que nunca consigue equilibrarse, y se deja venir la ruina de muchos matrimonios.

Mientras tanto, los niños van aprendiendo desde pequeños a cocinarse sus alimentos, a lavar su ropa, a limpiar la casa. Algo de bueno tiene este aprendizaje forzado, por supuesto. Pero también van sabiendo que en el mundo cada quien se rasca con sus uñas; nadie les aconseja respecto a nada. Aquello de que la buena educación se aprende en el hogar quedó en el pasado. La casa en desorden donde viven todos en horarios distintos no es el hogar; el único alimento espiritual que allí existe es la televisión y los nuevos juegos electrónicos están formados con una narrativa de guerras, escenas sangrientas y peleas a muerte.

En casos extremos, hay pandillas de niños que andan por las calles de su barrio inventando maldades: rompen vidrios, queman llantas, roban bicicletas. En la exasperación de su descuido buscan llenar un vacío existencial muy doloroso.

En casos ya francamente patológicos, hay niños que empapan con gasolina a los gatos y los bañan de lumbre, disfrutan ver al gato en llamas brincar desesperado hacia el alarido de su muerte. Estos niños malditos de ahora son los jóvenes asesinos de mañana.

Mientras tanto, la crisis económica se ahonda sin límites. Las nuevas tecnologías industriales desplazan multitudes de trabajadores hacia el desempleo y a otros les baja drásticamente el salario. Desaparecen las pequeñas industrias y los negocios familiares, agobiados por una competencia avasallante; al mismo tiempo la especulación financiera fulmina en grandes estadios la producción y el valor del trabajo. Los niños cuando crecen ya saben casi de cierto que no hay muchas oportunidades de ascenso social en su futuro. A menos que...

Cuántos jovencitos admiran de verdad al Chapo Guzmán, recientemente capturado. A todo su ambiente mítico poblado de camionetas de lujo, señorío sin límites. Cuántos de ellos no piensan, cuando juegan en la pantalla electrónica que el poder real también existe en ese avance donde se eliminan los obstáculos a punta de disparos y se ganan vidas y territorios.

Después de todo la inocencia del niño también era un mito, una esperanza construida con cuidado, con ideas bondadosas de las que ya muy poca gente se ocupa. Y al primogénito gandalla que agredía sin causa a su hermanito menor ya no hay quien lo corrija; y al niño que se encierra en su mundo de soledad en silencio y sin alegría, no hay quien lo rescate. A la guardería desde que nace y hasta la edad que lo admitan. Al kínder los tres años y a ver qué logra aprender en la escuela, que allí los tengan y luego recogerlos y a encerrarlos en la casa, solitos, ni modo. No hay de otra.

A pesar de todo eso que suena tan amargado, también hay que decir que las nuevas generaciones se implantan en su propia época, la que les tocó vivir, con otras grandes talentos que no se conocían: el sentido crítico de su entorno inmediato y lejano, el manejo de un caudal impresionante de información que para ellos es la vida cotidiana, el uso de la tecnología y las comunicaciones con toda naturalidad y nuevas formas de la libertad, ese aire que siempre renueva la existencia.

Marzo 2014